Había una vez un hombre que tenía una pasión terrible por los porotos cocidos.
Él los adoraba, pero los porotos le provocaban 'muchos gases', creándole
situaciones muchas veces embarazosas. Un día, conoció a una chica de quien se
enamoró locamente e iniciaron una respetuosa relación. Cuando ya estaba en vías
de casarse, pensó: 'Ella nunca se va a casar conmigo si continúo de esta pedorra
forma'.
Entonces, decidió hacer el sacrificio supremo de no comer porotos cocidos nunca más. Su esposa y su matrimonio bien valían la pena.
Poco tiempo después de la boda, el hombre iba conduciendo de regreso a su casa cuando, imprevistamente, el auto se descompuso. Como vivían fuera de la ciudad, llamó por teléfono a su esposa y tras contarle el percance, le dijo que llegaría demorado porque volvería a pié.
Mientras caminaba, pasó por un pequeño restaurante y, de pronto, el olor de los maravillosos porotos cocidos lo cautivó trayéndole inolvidables recuerdos, y claro, no pudo resistirse a la tentación de al menos detenerse para sentir ese aroma. ¡Que recuerdos!
El hombre evaluó la distancia que aun le faltaba por recorrer y juzgo que si aprovechaba la ocasión, cualquier efecto gasifero negativo que sus deseados porotos pudieran producirle, habrían de pasar antes de que él llegara a su hogar, de modo que, resolvió entrar y pidió tres platos grandes de porotos (después de todo, él no sabía cuándo volvería a comer porotos cocidos nuevamente.
Durante todo el camino de regreso, se fue aliviando a paso lento de los gases, efectos nefastos de la comida que en forma inmediata ésta le provoco y cuando por fin llegó a la casa, ya se sentía mejor. Su esposa lo recibió en la puerta y parecía bastante feliz y excitada.
Ella le dijo: 'Querido, ¡te tengo una gran sorpresa para la cena de esta noche!' Y le colocó una venda en los ojos y lo acompañó hasta la cabecera de la mesa haciéndolo sentar y prometer que no espiaría hasta que ella le avisara. En este punto, él sintió que en su intestino algo grande se estaba gestando, es decir que había un nuevo 'accidente gasifero' en camino.
Cuando la esposa estaba lista para sacarle la venda de los ojos, sonó el teléfono.
Ella le volvió a hacer prometer que no iba a espiar la mesa y salió del comedor para atender el teléfono.
En cuanto oyó que descolgaba el tubo, él hombre aprovechó la oportunidad. Volcó todo el peso de su cuerpo sobre una pierna y soltó uno con cuidado.
No fue muy fuerte, pero parecía un huevo friéndose.
Con grandes dificultades para respirar, agarró a ciegas la servilleta y comenzó a abanicar el aire a su alrededor. Estaba comenzando a sentirse mejor cuando otro 'gas dormido' empezó a surgir. Levantó una pierna y PRRPPPPPPPPEEEPPEEEEERRRPPPE!!!
Sonó como un motor Diesel arrancando y comparado con el anterior, olió aun peor. Nervioso y deseando que las emanaciones se disipasen, comenzó a sacudir frenéticamente los brazos cual aspas de molino. Ya las cosas parecían volver a la normalidad, cuando nuevamente le vinieron ganas.
Entonces, decidió hacer el sacrificio supremo de no comer porotos cocidos nunca más. Su esposa y su matrimonio bien valían la pena.
Poco tiempo después de la boda, el hombre iba conduciendo de regreso a su casa cuando, imprevistamente, el auto se descompuso. Como vivían fuera de la ciudad, llamó por teléfono a su esposa y tras contarle el percance, le dijo que llegaría demorado porque volvería a pié.
Mientras caminaba, pasó por un pequeño restaurante y, de pronto, el olor de los maravillosos porotos cocidos lo cautivó trayéndole inolvidables recuerdos, y claro, no pudo resistirse a la tentación de al menos detenerse para sentir ese aroma. ¡Que recuerdos!
El hombre evaluó la distancia que aun le faltaba por recorrer y juzgo que si aprovechaba la ocasión, cualquier efecto gasifero negativo que sus deseados porotos pudieran producirle, habrían de pasar antes de que él llegara a su hogar, de modo que, resolvió entrar y pidió tres platos grandes de porotos (después de todo, él no sabía cuándo volvería a comer porotos cocidos nuevamente.
Durante todo el camino de regreso, se fue aliviando a paso lento de los gases, efectos nefastos de la comida que en forma inmediata ésta le provoco y cuando por fin llegó a la casa, ya se sentía mejor. Su esposa lo recibió en la puerta y parecía bastante feliz y excitada.
Ella le dijo: 'Querido, ¡te tengo una gran sorpresa para la cena de esta noche!' Y le colocó una venda en los ojos y lo acompañó hasta la cabecera de la mesa haciéndolo sentar y prometer que no espiaría hasta que ella le avisara. En este punto, él sintió que en su intestino algo grande se estaba gestando, es decir que había un nuevo 'accidente gasifero' en camino.
Cuando la esposa estaba lista para sacarle la venda de los ojos, sonó el teléfono.
Ella le volvió a hacer prometer que no iba a espiar la mesa y salió del comedor para atender el teléfono.
En cuanto oyó que descolgaba el tubo, él hombre aprovechó la oportunidad. Volcó todo el peso de su cuerpo sobre una pierna y soltó uno con cuidado.
No fue muy fuerte, pero parecía un huevo friéndose.
Con grandes dificultades para respirar, agarró a ciegas la servilleta y comenzó a abanicar el aire a su alrededor. Estaba comenzando a sentirse mejor cuando otro 'gas dormido' empezó a surgir. Levantó una pierna y PRRPPPPPPPPEEEPPEEEEERRRPPPE!!!
Sonó como un motor Diesel arrancando y comparado con el anterior, olió aun peor. Nervioso y deseando que las emanaciones se disipasen, comenzó a sacudir frenéticamente los brazos cual aspas de molino. Ya las cosas parecían volver a la normalidad, cuando nuevamente le vinieron ganas.
Algo mas confiado, mandó todo el
peso de su cuerpo sobre la otra pierna y lo largó con violencia. Este fue
merecedor de una medalla de oro, el Óscar en sonido y hedor. El 'padre' de todos
los gases. Las ventanas vibraron, la vajilla en la mesa se sacudió y un minuto
después, una rosa que estaba sobre la mesa, se marchitó y murió. El canario, en
su jaula, enmudeció su piar melodioso.
Mientras tanto, él permanecía con un oído atento a la conversación telefónica de su mujer, manteniendo su promesa de no sacarse la venda, y continuo con su 'ejercicio' por unos diez minutos más, tirándose 'gases' y abanicando con los brazos y la servilleta, y de vez en cuando, soplando, fuerte, en circulos, en el sentido inverso a las agujas del reloj.
Mientras tanto, él permanecía con un oído atento a la conversación telefónica de su mujer, manteniendo su promesa de no sacarse la venda, y continuo con su 'ejercicio' por unos diez minutos más, tirándose 'gases' y abanicando con los brazos y la servilleta, y de vez en cuando, soplando, fuerte, en circulos, en el sentido inverso a las agujas del reloj.
Cuando oyó a su mujer
despidiéndose en el teléfono (indicando el final de su soledad y libertad),
colocó suavemente la servilleta sobre las piernas y cruzó su mano sobre ella.
Tenía el rostro de la inocencia de un ángel, cuando entró su esposa.
Pidiendo disculpas por haberse
demorado tanto, ella preguntó si él había espiado la mesa de la cena, a lo que
él respondió que no. Luego de tener absoluta certeza que había cumplido con la
promesa y no había visto nada, su esposa le sacó la venda y
gritó:
'¡Sorpresaaaa!! Había doce invitados sentados a la mesa a su alrededor para su fiesta de aniversario...
'¡Sorpresaaaa!! Había doce invitados sentados a la mesa a su alrededor para su fiesta de aniversario...
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