- Clarín
- 15 May 2015
- Daniel Lagares dlagares@clarin.com
La fatalidad estrelló al chico Ortega contra el paredón. Desde que las canchas son canchas, el cemento está ahí, a metros (a veces a centímetros) del campo de juego. Cada fin de semana, en todo el país, hay miles de pibitos de 8 a 13 años, categorías 2008 a 2002, jugando los campeonatos de baby de FAFI y de FEFI que corren el riesgo de quedar estampados contra los muros o los alambrados, si existen, de las canchitas de los clubes de barrio. Se pagan cuota social y entradas a los partidos, migajas para sostener la infraestructura de los clubes a los que no se les puede pedir demasiado. En la mayoría de ellos, algunos padres también son directivos o delegados y como cualquier “padre raso” se acostumbran a vivir con el corazón en la boca en cada partido para que su nene no termine contra las paredes. Hay poco por hacer con la seguridad con los mínimos recursos que existen: revisar los lugares peligrosos, a lo sumo poner a un mayor que ataje a algún pibe, algo de algispray, una curita, un pervinox y rezar para que nade pase, si uno es hombre de fe. Los más previsores dejan un auto cerca de la entrada, por si hay que cargar a alguno hasta el hospital más cercano. Cualquier fin de semana, cualquier chico puede protagonizar una jugada parecida a la que terminó con la vida de Ortega. Los padres lo sabemos y también sabemos que vivimos en peligro; también sabemos que el azar, la mala suerte, la tragedia puede pintar en el cajoncito de San Telmo de la calle Cochabamba, en el coqueto y estrecho reducto de Independiente de avenida Boyacá; en Franja de Oro, en Bristol y en tantos otros; en Capital, en Buenos Aires y en todo el país.
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