Clarín
17 May 2015
Juan Bedoian jbedoian@clarin.com
La anécdota merece ser citada por esa frase. Durante una ceremoniosa cena en El Cairo, un diplomático ponderó la hermosura, suavidad y delicadeza de las manos de una princesa de la dinastía persa que estaba a su lado. La mujer esbozó una sonrisa, levantó sus manos y dijo: “¿Le gustan? Son el producto de 2.000 años de no hacer absolutamente nada”. No se está contando nada nuevo, por favor. Este es un planeta desigual en el que la existencia de una minoría que va a todos lados, menos a su trabajo, es más vieja que el mal: un mundo impúdico en el que la riqueza del uno por ciento de la población equivale al poder adquisitivo de 3.570 millones de almas, la mitad del planeta. Pero la ingeniosa frasecita llama la atención porque combina cierta dosis de arrogancia y desprecio. La ostentación del lujo -de eso se está hablando- en cierto punto se vuelve obscena. Porque está la gente rica de bajo perfil y están los otros, como la princesa persa de manos de seda, que necesitan hacerte sentir un infeliz.
Esa especie habita en Argentina: la senadora tucumana Rojkés le dice a un indigente: “Yo tengo 10 mansiones, no una, y estoy acá, pedazo de animal”; un juez porta un anillo de US$ 250 mil; alguien se pavonea con un auto de US$ 700 mil y alguien compra una casa en Pilar de 2.700 metros cubiertos, 75 hectáreas con seis canchas de polo, un lago y una isla.
Bill Gates, el más rico del mundo, lleva donados US$ 40 mil millones en ayuda humanitaria. La otra especie no dona y su riqueza transpira una extraña forma de miseria.
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