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- 04/04/15
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Parece evidente que la Justicia deberá investigar las enmarañadas relaciones del gobierno de Cristina Kirchner con Irán. Más allá de cómo prospere el nuevo recurso del fiscal Germán Moldes ante la Cámara de Casación, para que le sea permitido investigar la denuncia del fallecido fiscal Alberto Nisman sobre encubrimiento del atentado a la AMIA, en la que involucró a la Presidente, al canciller Héctor Timerman y al diputado Andrés Larroque entre otros, una nueva revelación vuelve a poner en debate las relaciones entre nuestro país, Venezuela e Irán.
Una investigación de este diario, firmada por el periodista Daniel Santoro, develó la existencia de al menos dos cuentas en el extranjero a nombre de Máximo Kirchner, hijo de la Presidente, y de Nilda Garré, ex titular de Defensa y hoy embajadora ante la OEA, que permiten sospechar una triangulación de negocios ocultos entre los tres países. Los involucrados negaron de modo rotundo, y con algo más que énfasis, las afirmaciones de la investigación y, fiel al modelo kirchnerista, Santoro pasó de ser un periodista prestigioso, elogiado por la Presidente cuando era senadora, a un facineroso con propósitos inconfesables al servicio, por supuesto, de una superpotencia extranjera. Lo normal.
También es normal preguntarse cuánto sabía el fiscal Nisman de todo lo que ahora surge en retazos. Nisman apareció con un balazo en la cabeza cuatro días después de denunciar a la Presidente y horas antes de ratificarse ante el Congreso. Que el fiscal tenía más pruebas, es indudable. Las diputadas Laura Alonso y Patricia Bullrich, que fueron de las últimas personas en hablar con él, lo han dicho ya incluso ante la Justicia. Alonso reveló que el fiscal le dijo que a la reunión en el Congreso iría, “Con todo” contra la Presidente, que había sido quien “ordenó todo” en relación con el Memorándum de Entendimiento con Irán. Bullrich afirmó que Nisman admitió que “un agente secreto pasó información sobre él y su familia a uno de los imputados en la causa AMIA”, y que iba a dar los nombres durante aquel encuentro en Diputados al que nunca llegó.
Lo que también es normal, es preguntarse dónde están ahora las pruebas con las que contaba Nisman, si existe evidencia física o documental, quién las tiene y qué se piensa hacer con ellas. No son preguntas retóricas, pero tampoco tienen respuestas. Algunas podrían surgir si se profundiza la investigación sobre la muerte del fiscal, que aparece cada vez más empantanada. Y empantanada en el barro. La incapacidad del Poder Judicial, de los investigadores, de la querella y de la defensa del único imputado para aportar un análisis balanceado de los hechos, por pedir poco, impide poner en claro con absoluta certeza qué pasó el día de la muerte de Nisman.
La guerra declarada entre la fiscal Viviana Fein y la ex mujer del fiscal y querellante, la juez Sandra Arroyo Salgado, tuvo en la última semana un aporte borgeano, no por la épica sino por el tono malevo de la riña. Al pedir la suspensión de una junta médica, la juez llamó a la fiscal mentirosa y la fiscal dijo: “Que venga a la fiscalía y me lo diga en la cara”.
Saber cómo murió Nisman requiere más coraje que esas rencillas esquineras. Es curioso pensar que si el fiscal murió cuando dicen los peritos de su ex mujer, en la tarde del sábado 17 de enero, sus custodios llegaron al otro día a las once de la mañana con el fiscal ya muerto. De haber actuado bien, hubieran descubierto el cadáver al menos diez horas antes. Pero si el fiscal murió cuando dicen los peritos oficiales, en la tarde del domingo 18, cuando llegaron sus custodios estaba vivo. De haber actuado de modo profesional, los policías tal vez hubieran podido hablar con Nisman y disuadirlo de una conducta extrema. En cambio, ¿si el fiscal fue asesinado y a esa hora ya estaba en manos de sus asesinos?
Toda esta especulación, amateur y tonta, tiene asidero sólo porque los investigadores no lograron todavía discernir si el fiscal se suicidó o fue asesinado. Sólo en la Argentina un suicidio asoma tan difícil de demostrar.
El Gobierno, que siempre estuvo apresurado en cerrar el caso, parece empeñado ahora en hallar a un culpable. El único imputado hasta hoy, el técnico informático Diego Lagomarsino, que facilitó a Nisman el arma de donde salió la bala que lo mató, fue esta semana un anillo perfecto para la mano del secretario de Seguridad, Sergio Berni, de quien dependía la custodia del fiscal. Berni dijo: “En un país serio, Lagomarsino estaría preso.” Es probable. Es probable también que, en un país serio, Berni no siguiera en su cargo después de invadir la escena de un crimen, tolerar que deambularan por ella y sin control dos docenas o más de personas, todo sin la presencia de la autoridad judicial correspondiente, la fiscal Fein.
El 20 de enero, al día siguiente del hallazgo del cadáver, Berni dijo al colega Nelson Castro que la puerta entreabierta del baño detrás de la que estaba el cuerpo, era “una hendija pequeña, de no más de cuatro centímetros”, y que nadie sabía entonces si Nisman estaba vivo o muerto. Las fotos de la escena del crimen muestran en cambio una abertura de la puerta mucho más ancha, por la que puede pasar un cuerpo humano, y una enorme mancha de sangre en el piso que hubiese hecho vislumbrar al más lego la suerte que había corrido el fiscal.
Hay todavía en blanco un espacio de tres horas entre el hallazgo del cadáver y la llegada de Fein al departamento. La fiscal ya decretó que no puede dar fe de lo que pasó en ese lapso en la escena del crimen. ¿Lo investigó? Porque, si no fue así, se abre la tierra fértil para cualquier especulación. Si las fotos privadas de Nisman, generosamente distribuidas luego, fueron robadas de sus teléfonos celulares, cualquier cosa pudo pasar con las pruebas que el fiscal albergaba en su casa, que ese fin de semana era su sitio de trabajo.
Si hace poco más de un mes la investigación de la muerte de Nisman languidecía, ahora parece en estado de coma. Por fuera de la Justicia, llegan testimonios, por ahora periodísticos, de que su trágico destino estuvo directamente ligado a su denuncia, a la súbita “reconciliación” con Irán que encaró el Gobierno, a la eventual transferencia de tecnología atómica argentina a ese país y a la causa a la que dedicó los últimos años de su vida, la AMIA.
La investigación de su muerte parece hermanada a esa causa: en ambas, la imposibilidad de hallar pruebas concretas amenaza con hacer casi imposible su esclarecimiento.
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