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- 03/04/15
Panorama Internacional
El pacto nuclear entre Washington y Teherán emerge de los cambios que se vienen operando en la estructura de poder internacional y atiende al nuevo escenario geopolítico.
No quedaban ya piezas en el ajedrez de las negociaciones con Irán. Y era imposible volver a la primera movida. El acuerdo se produjo por peso propio. Un caso clásico de necesidades comunes que ensamblan las circunstancias. Si fracasaban las conversaciones a lo largo de estos ocho días que conmovieron al mundo se corría un riesgo que, ciertamente, aun no se ha despejado. Y es que el país persa regresara a manos del fundamentalismo político, lo que si implicaría una amenaza nítida para la paz.
Ese territorio delicado lo chapoteó a comienzos de la década pasada el republicano George W. Bush con su polémico “Eje del mal”. Esa invención ligó a Irán con Irak. Si se invadía a uno se podría invadir al otro. El país persa estaba gobernado entonces por un líder moderado y aperturista, Mohammad Jatami, el mentor político del actual mandatario Hassan Rohani a cargo, en esa circunstancia, del equipo negociador nuclear. La cabriola dialéctica de Bush acabó vaciando de poder a esas palomas y fortaleció al grupo que convirtió a Irán en un club de fanáticos con el racista negacionista Mahmud Ahmadinejad en los comandos.
Las cosas cambiaron. Hoy aquellas necesidades coincidentes emergen de la urgencia de EE.UU. y sus aliados de rediseñar la geopolítica de la región desarmando sus históricos conflictos. Irán, a su vez, al romper su aislamiento reconstruye su economía y su perspectiva de poder. Este avance requería que ambos países removieran el obstáculo del programa nuclear. Y así se hizo. Para Teherán ha sido el reconocimiento realista de que no necesita del desarrollo atómico para expandir su influencia que es lo que ha buscado preservar más allá de este acuerdo. De ahí que la cuestión central no son estas negociaciones, ni siquiera las enormes concesiones que han aceptado los persas. Lo importante es lo que va por encima del acuerdo. De eso trata esta trascendente novedad que ha descompuesto valores que parecían inmutables, como la excepcionalidad de los vínculos que Israel o Arabia Saudita han mantenido históricamente con Washington.
Esta visión torna trivial la especulación que embriaga a la oposición republicana y a algunos analistas respecto a que este cambio es producto de la ambición de Barack Obama de constituir un legado geopolítico que lleve su nombre en el molde, por ejemplo, de lo fue el encuentro de Richard Nixon con Mao Tse Tung. Esa punción de trascendencia esta efectivamente en los dirigentes, pero los líderes son menos autores que prisioneros de la historia. Si Nixon rompió el hielo con China en 1972 no fue por una alegre iniciativa egocéntrica sino en respuesta a necesidades objetivas de la potencia que, por lo demás, como en el caso actual, llevaba las de ganar.
El pacto con Irán emerge de los cambios profundos que ha venido experimentando el mundo desde fines de la década pasada que erigieron una estructura multipolar con un hegemón norteamericano más limitado. Es ese contexto el que llevó a Obama al sillón de la Casa Blanca. Un punto clave de aquella mutación global es que impulsó el desplazamiento del foco estratégico desde el Atlántico al Pacífico por el fuerte crecimiento competitivo de Asia. Oriente Medio devino en un lastre del pasado frente a ese futuro que se impone. De ahí que tampoco ha sido crucial la baja del precio del petróleo o la irrupción de la banda del ISIS. Irán y EE.UU. comenzaron las conversaciones después de la llegada al poder de Rohani en agosto de 2013 cuando el crudo estaba bien por encima de los cien dólares y esa organización terrorista distaba de su actual perfil. Pero fue sí el arribo de este hombre singular el factor que hizo coincidir las necesidades.
Este clérigo conservador pero aperturista ganó sorpresivamente las elecciones en primera vuelta convirtiendo en postes al puñado de candidatos ultranacionalistas que había designado a dedo el líder supremo, el ayatolah Jamenei. Esa victoria fue la consecuencia de una crisis económica radical con tasas de desocupación e inflación por encima del 30% motivadas tanto en las sanciones de Occidente, como en la pésima gestión de Ahmadinejad. El descontento social llegó a extremo tal que en sus últimos tramos en el poder el antecesor de Rohani se tragó su fundamentalismo y tomó ideas de los movimientos reformistas que aplastó en 2009 buscando moderar la presión sobre una población que había perdido la paciencia.
Irán es un país capitalista, cuyos poderes económicos han venido acumulando una creciente preocupación por la tensión de su sociedad. Ahmadinejad usó el programa nuclear como una amalgama nacionalista que apagara la irritación. La elección rotunda de Rohani demostró el fracaso de esa maniobra. Las celebraciones en Teherán de estas horas por el final exitoso del acuerdo están en línea con ese comportamiento. No se basan en que la población entienda equivocadamente que quebró la mano de Occidente. Sino en la sencilla certeza de que este convenio abre el camino a resolver sus penurias económicas.
En aras de ese objetivo, la teocracia persa aceptó la más intrusiva inspección de sus instalaciones de que se tenga memoria. Sus 19.000 centrifugadoras se reducirán a 5.060 pero de primera generación, es decir muy lentas. Alcanza con recordar que el régimen pretendía dotarse de 50.000 de esos aparatos destinados a enriquecer uranio. En la misma línea, el reactor de Arak de agua pesada, una de las cumbres del plan nuclear, será destruido o removido de Irán. A cambio, las sanciones contra el petróleo que redujeron a la mitad las ventas de crudo iraní, y el bloqueo bancario, serán suspendidas en tanto se verifique el cumplimiento del pacto. Pero, volverán a regir si EE.UU. de modo excluyente considera que algo no encaja donde debería.
Este acuerdo durísimo fulmina la estructura nuclear iraní que se limitará a facilidades científicas o energéticas. Por eso, la oposición de Rohani lo acusa ligeramente de traición. Israel sabe eso, y también los republicanos. Pero el recelo es porque la teocracia persa se fortalece políticamente con esta apertura. Irán ha crecido en Irak donde lleva adelante parte de la ofensiva contra el ISIS y controla Siria, cuyo régimen es ya asumido por EE.UU. como un mal necesario. El mismo descontento afiebra a los sauditas, que bombardean Yemen para evitar que ese páramo miserable se sume al anillo de poder de los persas. Si algo intuyen los enemigos de este acuerdo es que Irán puede ser cualquier cosa menos el perdedor en este ajedrez. De modo que lo que venga a partir de ahora pondrá en juego este notable paso atrevido que ha decidido dar la historia.
Copyright Clarín, 2015.
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