Buenos Aires, Verano del 77… Humedad, Escapado de un trozo de Buenos Aires.
Todo era un juego, esa tarde, sonaba con repiques armónicos las notas sencillas de una guitarra
vieja con ese destello de los
solitarios.
Transcurría la escena en una vieja casa, pero muy pintoresca, donde
la disposición de los cuartos tipo chorizo, típicas de ese Buenos Aires de los
50, terminaban a su lado izquierdo en un patio,
con un piso en ajedrez blanco y negro,
brillante por la humedad de un verano pegajoso.
Se detuvo el tiempo mirando que
encendido en un costado de ese
patio, poblado de plantas colgantes, y con tierra vieja sin remover tal
cual los lugares que nunca se pasan,
chusmeaba un jilguero
inquieto ante las notas desconocidas que intentaban pensarse fuera de un
sonido de un ser natural, tenia en la
miraba la sorpresa, y el desconsuelo de
esos que no pueden distinguir el sonido
ni su procedencia.
El viejo estaba, sentado en una
silla con ese mimbre gastado de
bienvenidas, y acordando con sus dedos que lo dejaran encontrar su mate al costado y la concentración del
movimiento para no perder la nota.
Esa tarde era encantadoramente caliente.
Aunque parecía que ese hombre gigante, de manos
enormes se había olvidado de su misión al cuidado , estaba
al costado de su mesita y en el
piso un niño que por la apariencia de sus dientes ausentes
rondaba los ocho años, gordito de una nariz graciosa, terminando perfecta en
unos labios carnosos, junto a el otra
nena despeinada de unos seis, de rulos
rebeldes que arrastraba traviesa y
mezclando las piezas del rompecabezas
con maldad inocente, de juntar ambos juegos.
Justo cuando encontró el sonido
exacto de aquella melodía, que ensayaba
de mate en mate, el niño empezó a los gritos, diciéndole a su abuelo que
ella había mezclado las piezas del rompecabezas que el ya tenia casi
armado. Aquella tarde esa niña que había
traído su propio rompecabezas, en fondo
color rosa, arrojo las piezas haciendo
valer un accidente inventado misturando con rapidez de manos pequeñas y malvadas todas las partes, creyendo que su amigo no se
daría cuenta de su movimiento.
El niño siguió gritando.
El viejo apoyo la guitarra al costado, Se acerco con suavidad al pequeño y diciéndole al oído, tal cómplice de una
vida, esbozo calidamente:
- No pelees, mí’ hijito, - Ella vino a jugar un rato contigo, (en su
oído y tiernamente
acariciándole el
cabello)
- Intenten jugar sin pelear – (siguió diciendo
con su voz ronca y gastada)
- No te das cuenta que ella no tiene abuelo?
(dijo en voz muy baja, queriendo que esas palabras no llegaran a la pequeña, de
rulos rebeldes, para no herir su realidad).
El abuelo volvió a la silla en un
movimiento lento y seguro, el niño quedo
callado, sabiendo de su fortuna, y mirando el juego, en ese enojo feroz disimulado haciendo trompita sus labios, aun así dejo pasar la ira.
La pequeña escucho, esas palabras,
y sintiendo un calor en la boca del estomago, se levanto, hacia el viejo,
se sentó en su falda sin permiso y lo abrazo del cuello dándole un beso en la
mejilla, con sus brazos regordetes, tomando por un instancia la sensación de
pertenencia.-
El barrio sonaba a melodías de arrabal, los fondos de Pichuco con
algarabía de bondis envueltos en gasoil y bocinas y las vecinas en las veredas, con batones gastados asomaban a la tarde, renegando por el calor,
Empezaron los chispazos de una
lluvia de verano, entrando el jilguero a
la galería y habiendo terminado esa tardecita de juegos, el pequeño fue a buscar su bicicleta y la acompañó hasta su
casa… de la mano, y en silencio se
olvidaron que esa tarde habían peleado.
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