¿Por qué quise desaparecer aquel día?
De la vida real.
A las 15 horas estuve en la clínica “Evita” de la U.O.M. de Haedo. Llevé dos botellas de sidra, un paquete de nueces y otro de garrapiñadas para las enfermeras, ya que al día siguiente se celebraría la Navidad de 1979.
Susana, mi mujer, internada en el área de maternidad, me informó que no habría parto por unos días, porque le estaban suministrando una medicación para prolongar el embarazo. Ella cursaba el octavo mes. La dilación del momento del parto permitiría un mejor desarrollo de la criatura que esperábamos.
Yo deseaba un varoncito, ¡sí o sí! Para emparejar la situación. Del primer parto, enero de 1976, resultó una niña, luego de ocho meses de embarazo. ¿Por qué esperaba un varoncito? Porque aun conservaba ese orgullo machista que con el tiempo fue desvaneciéndose. A medida que aparecían los problemas me daba por vencido e iba desistiendo de un nuevo intento.
Los médicos hicieron caso omiso de que nuestra primera hija hubiera nacido con ocho meses de gestación. También ignoraron que ella, mi mujer, y sus dos hermanos, todos ellos, hubieran nacido con ocho meses de embarazo. ¿No era una cuestión hereditaria el parir a los ocho meses de gestación?
Al día siguiente, Navidad, volví a la clínica para el horario de visita. No había novedades, salvo que se incrementaban los dolores abdominales y la hinchazón de ambas piernas. Finalizado el horario de visitas, me conminaron a retirarme y así lo hice. Total, ese día no se esperaba nacimiento. Además, yo no podía aportar ninguna solución.
Dos horas después, ya en mi casa, acudo al llamado de alguien que tocó el timbre. Era mi hermano, quien me traía noticias. Yo estaba tranquilo y lo noté algo nervioso y bastante transpirado, pues había corrido las quince cuadras que separaban nuestras casas. Nosotros no teníamos teléfono, pero de la clínica habían llamado al de una vecina.
- ¿Por qué? ¿Para qué? – Pregunté ansioso y comencé a inquietarme.
- ¡Hace media hora hubo nacimiento! – Contestó mi hermano tomando bocanadas de aire luego de su impetuosa carrera.
- ¡No entiendo! ¡Si estaban demorando el parto! – Comenté.
- Por los dolores y la dilatación, debieron permitir que se produjera el parto. – Me aclaró.
- ¿Todo bien? ¿Un varoncito… No? – Pregunté, ya nervioso y sin atinar qué debía hacer.
- ¡Todo bien! ¡Pero no es un varoncito! – Dijo mi hermano burlonamente.
- ¡Otra nena! – Exclamé visiblemente contrariado y sujetándome la cabeza. ¡Sería para que no se me cayera del cuello!
- ¡No! ¡No! ¡Son dos “chancletas”! ¡Y son gemelas!
- ¡Dos! ¡Y nenas! ¡Y gemelas…! – Grité desencajado, tambaleándome y buscando una silla para sentarme y reponerme de los golpes bajos que acababan de propinarme.
- ¿Y ahora… Qué mierda hago? – Pregunté a los gritos y casi sin sentido.
- ¡Llevá más ropita, ya que son dos las niñas! – Me aconsejó socarronamente.
- ¡Me refería a otra cosa! La casa es chica, ahora seremos cinco para alimentar, cuidar, vestir… Si criar un hijo cuesta un huevo, imagínate, dos más y al mismo tiempo. ¡Yo sólo tengo dos! – Refiriéndome a los testículos.
¡Era para morirse! Ese día no quería ser yo quien ocupaba el lugar de mis zapatos. No quería asumirlo, esperaba que se hiciera cargo otro. ¿Por qué yo? Pero… ¿Por qué a mí?... ¡Habiendo tanto boludo suelto y dando vueltas por ahí sin preocupación alguna!
¡Cuántas tonterías todas juntas!...
Ese día, en ese momento, hubiese querido hacerme humo, hubiese querido que la tierra se abriese y me tragase, o ahogarme o desnucarme… ¡Qué sé yo!
Lector, oyentes, ese día, ¡hubiese querido desaparecer!
Eduardo Roberto Dutchen
8 Enero 2012
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